LIII.
Concluí mi
trabajo en un pueblito lejano y era hora de retornar a la ciudad. Un camión de
sal me recogió después de esperar impaciente unas horas. La cabina ya estaba copada por lo
que tuve que viajar en la carrocería sentándome sobre los adobes de sal. Puedo
asegurar que fue el peor viaje de mi vida; no por la incomodidad, ni el viento,
ni por el ardiente sol altiplánico, sino por la sal que desprendía la carga. Sentía
con mucho dolor cómo la piel se me agrietaba y pesaba que en cualquier momento mis
pulmones empezarían a sangrar. Cuando divisé de lejos la ciudad hice que el
camión se detuviera. El chofer pensó que quería ir al baño y me dijo que me
esperaría, le rogué que partiera sin mí, que estaba muy interesado en sacar fotografías al
paisaje. Cuando el camión se fue, sacudí al viento toda mi ropa mientras calculaba las horas que aún me faltaban por caminar.