LVI.
Dos días
habían pasado desde que la maquinaria empezó a levantar escombros. El derrumbe
de la montaña había inhabilitado el paso, y la extensa fila de motorizados
varados evitaban el retorno de la pareja vacacionista. El hombre que era muy
espiritual disfrutaba al máximo aquella situación; caminó por el bosque, se bañó
en el río, comió fruta fresca que vendían niños del lugar. La mujer la pasaba
muy mal; mosquitos, calor sofocante, cefaleas, y recriminaba con severidad a su
esposo a quien culpaba del desastre natural; “¡Todo es tu culpa!” le gritaba; “Tu
siempre estas con eso de que la fe mueve montañas, pues ahí está, la puta
montaña se movió, y ahora estamos en este horrible lugar”.